El mantón de la tía Andrea
A mí me
gustaba mucho la tía Andrea. La admiraba por su gran corazón, por su
generosidad de mujer pobre que se desvivía por aliviar penas propias y ajenas.
Además, me fascinaba la gracia de su lenguaje, que era extraordinariamente
chispeante y certero cuando contaba pequeñas historias de la vida cotidiana. En
sus ojos veía yo siempre el verdor cálido, alegre y risueño de Valdivielso. Y
es que ella tampoco quiso ver otra cosa a lo largo de su vida.
Cuando era
joven pudo haberse marchado del pueblo, como hizo su hermana mayor Antonina,
que fue ama de cura en Villarcayo en casa del capellán don Gerardo Varona
Estébanez, hermano de don Carlos Varona, quien entre otras cosas fue nombrado
en 1918 director del Banco Hispanoamericano en Bilbao. Es seguro que Andrea no
era menos inteligente y trabajadora que Antonina, la cual desde su posición al
servicio de aquella familia tan distinguida movió los hilos, por ejemplo, para
que mi abuelo Valentín marchara a Bilbao bien recomendado y tuviera los apoyos
necesarios para labrarse un buen futuro. Lo mismo podría haber hecho Antonina
por su hermana, si esta hubiera querido. Pero Andrea, igual que sus hermanos
Ciriaco y Feliciana, optó por quedarse en el valle.
Había llegado al mundo en Quecedo el 9 de noviembre de 1897, siendo sus padres
Lucas de la Garmilla y Porras, nacido también en Quecedo en 1860, y Paula
Alonso de Huidobro y Landeta, nacida en Población en
1863, unos labradores pobres que criaron cinco hijos. Andrea se casó el 4 de
febrero de 1924 con el espinosino Mateo Vallejo
Revuelta y tuvo cuatro hijos nacidos en
Quecedo entre 1924 y 1931: Caridad, Soledad, Socorro y Manuel. Pero Andrea
enviudó en los años 40, convirtiéndose en cabeza de familia con cuatro bocas
que alimentar en tiempos muy duros para la gente que era pobre como ella. Sin
embargo, al igual que otras muchas damas de Valdivielso, era fuerte y animosa,
una auténtica experta en trabajar y sacar adelante a su familia con un mínimo
de recursos. Lo que no pudo evitar fue que en los años 50, poco a poco, todos
sus hijos emigraran: la mayor a Bilbao y los demás a Santander. Si en la
generación anterior solo dos de los cinco hijos de Lucas y Paula habían
emigrado, en la siguiente solo tres de sus diecisiete nietos vivieron en el
valle. De sus bisnietos, ninguno. Lo más terrible es que el caso de mi familia
no fue una excepción en Valdivielso, sino más bien un ejemplo típico del gran
despoblamiento que se produjo en poco más de veinte años. Pero ese es otro
tema.
Volviendo a
la tía Andrea, hay que decir que nadie se ponía triste a su lado. Y es que
tenía un gran sentido del humor y divertía a la gente con su vivacidad a la
hora de narrar cualquier sucedido, utilizando su habla salpicada de refranes y
de dichos muy suyos y peculiares. Era capaz de levantarle el ánimo a la persona
más deprimida y, no solo esto, sino que siempre estaba dispuesta a ayudar a
quien lo necesitara antes de que se lo pidieran, aportando lo poco que ella
pudiera tener, e incluso lo que no tenía, pues era incapaz de soportar que
alguien pasara estrecheces o apuros, sabiendo ella misma de sobra lo que era
eso. Se contaba en mi familia que durante el primer año de la guerra, el que mi
abuela Juana pasó en Quecedo sola y sin recursos con sus cuatro hijos, Andrea
acudía a diario a la casa de La Revilla preguntando: «¿Qué
necesitas, Juanita? ¿Te traigo alguna cosa? Ya sabes que yo encuentro lo que
haga falta, que difícil no hay nada. Mira que, cuando otros van, Andrea
Garmilla vuelve.» Esto último lo decía con gesto pícaro y mostrando su alta
autoestima, pero sus palabras nunca eran vanas. Desde luego, durante aquel duro
año fue una excelente proveedora de fruta y hortalizas. Mi madre solía contar
que más de una vez apareció por la casa, por ejemplo con un cesto de tomates,
diciendo: «¡Mira, Juanita, qué tomates más buenos te
traigo!» Y que Juana, un poco escandalizada, le decía: «Pero, Andrea, ¡si tú ya
no tienes tomates!» A lo que Andrea respondía con la más alegre de sus
sonrisas: «Lo que hay en el campo lo da Dios y es de todos.» Y algo de
intervención divina sí que habría, en forma de milagro, porque la leche que
ella ordeñaba y los huevos que ponían sus gallinas llegaban para alimentar a
sus cuatro hijos y a los cuatro de Juana, la cual, recta y piadosa como era,
nunca acababa de creerse lo que le contaba su cuñada, pero alzaba la mirada al
cielo y pensaba que primero era quitar el hambre a los niños y luego, aunque no
tan urgente, pedir la absolución, porque al fin y al cabo para eso estaban los
confesionarios y Dios siempre era misericordioso. Y si a las malas lenguas
alguna vez les dio por criticar, otros hemos tenido muy claro que el bosque de Sherwood tuvo a su Robin Hood, y
el valle de Valdivielso a la tía Andrea.
Aparte de
esto, para mí, en mis años de infancia y adolescencia, el mejor regalo de la
tía Andrea eran sus relatos y su divertida forma de hablar. Cuando todos sus
hijos se habían marchado ya de Quecedo, Andrea se decidió a emigrar también y
se fue a vivir a Santander, pero, inquieta como era ella, además de ir de vez
en cuando por Quecedo, viajaba con frecuencia a Bilbao para estar con su hija
Cari y con mis abuelos, y también hacía una ronda de visitas a todos los
parientes. En tales ocasiones yo iba de casa en casa acompañando el cortejo,
para no perderme una palabra de lo que contaba aquella dama tan brillante.
Lástima que mi flaca memoria no haya guardado todos aquellos relatos, pero lo
que sí recuerdo es que, cuando la tía Andrea hablaba de las dificultades que
había tenido que superar a lo largo de su vida, aquella dama luchadora repetía
como un lema: «Si hay que ser, se ses. Y, si hay que dir, se va.» Gran herencia la que me dejó Andrea, pues esta
frase nunca la he olvidado, y ha sido para mí un valioso agarradero para
salvarme de la cobardía o del pesimismo en esos momentos de la vida en que
parece que somos impotentes frente a los malos vientos.
Aunque la
risa era su mejor y habitual compañera, también recuerdo como se le saltaban
las lágrimas a la tía Andrea cuando algo la emocionaba y que en tales ocasiones
no tenía reparo alguno en ceder al llanto. Un episodio para mí inolvidable va
ligado a la canción “Maitetxu mía”, que interpretó mi
padre en la cocina de la casa de mis abuelos. Ningún cantante ha pasado por una
situación tan apurada como aquella en que Andrea y Juana rompieron a llorar
ante la tragedia del emigrante que a su regreso se entera de la muerte de su
amada. Si mi padre paraba de cantar, las dos señoras clamaban: «¡Sigue, Patxo, sigue!». Pero, si
seguía cantando, ellas reanudaban sus sollozos, hasta el punto en que, al
final, agarraron sendos trapos de cocina para sonarse a gusto, porque los
pañuelos ya los tenían empapados con las lágrimas que les brotaban a raudales.
A trancas y a barrancas terminó Patxo la canción, con
el firme propósito de no volverla a cantar jamás ante un público tan sensible,
capaz de llorar a todo trapo, y nunca mejor dicho.
Desde luego,
hay que decir que la sintonía entre las dos cuñadas era grande, y que siempre
sintieron mucho cariño la una por la otra. Según me contó mi tía Isabel, en una
ocasión el médico de Valdivielso, don Facundo, decidió que Andrea tenía que ir
a Burgos para someterse a unas pruebas o a alguna exploración especial en el
hospital. No creo que fuera nada grave, porque a la tía Andrea la recuerdo
siempre con una salud de hierro. Lo que sí planteaba un problema, y Juana fue
al momento consciente de ello, era que Andrea no tenía ropa adecuada para ir a
la capital. Estaban en el mes de septiempre, pero el
viaje a Burgos iba a ser en octubre, por lo que resultaba imprescindible llevar
alguna prenda de abrigo, ya que las tardes otoñales en esa bella ciudad son y
siempre han sido algo más que frescas. Corrían entonces los años más duros de
la posguerra y, en general, las damas de Valdivielso de aquella época, para
protegerse del frío, se arrebujaban como podían en unas toquillas y unos
rústicos mantones de lana, desgastados y descoloridos, que habían aguantado ya
muchos inviernos, porque casi nadie tenía un duro, y menos para gastárselo en
ropa, sobre todo cuando la prioridad para aquellas señoras era vestir a sus
hijos, cosa que ya les solía resultar bastante difícil. Enfin,
el caso es que Juana, aunque en aquel tiempo tampoco en su casa sobraba un céntimo,
decidió que su cuñada no podía presentarse en la capital mal vestida y mandó
recado a su marido, Valentín, que estaba de “Rodríguez” en Bilbao, para que le
comprara a Andrea lo que esta necesitaba y lo enviara luego al pueblo. ¡Menudo
compromiso para mi abuelo, que no entendía nada de ropa y no distinguía la lana
del estambre, ni una sisa de un canesú! Pero Juana le dio instrucciones
precisas para que fuera a una tienda determinada y pidiera allí un mantón negro
de buen paño de lana. Hay que decir que Valentín tal vez no captó del todo la
idea de su esposa, pero cumplió el encargo a las mil maravillas. Me contaba
Isabel que la tía Andrea, tras abrir el paquete, reía y lloraba de emoción y
alegría, pues se encontró con una prenda de una finura y una elegancia
extraordinarias: un mantón del mejor paño de lana, con largos flecos de seda y
los bordes adornados con una pasamanería finamente bordada en negro, de lo más
elegante y exquisita. La propia Isabel reconocía haberse quedado con la boca
abierta. Entonces Andrea, sin pensárselo dos veces, se envolvió en el mantón y
salió a la calle para pasearse por todo el pueblo, diciendo a las vecinas: «¡Mirad, mirad qué mantón me ha regalado el mi hermano
Valentín!» Y las vecinas se acercaban a mirarlo y a palparlo, mientras Andrea
paseaba radiante calle arriba y calle abajo, marchando luego a Población para
enseñárselo a su hermana Feliciana y a todas las que
quisieran verlo. Y aquel día Andrea fue la dama más feliz de Valdivielso, y del
mundo entero.
Yo también
me sentí muy feliz al oír contar esta historia, porque pienso que, si Andrea
había sabido siempre cobijar bajo su viejo y descolorido mantón a todos los que
la rodeaban, justo era que se le devolviera un poco de la alegría que ella
había repartido. Y es que Andrea de la Garmilla y Alonso de Huidobro, la tía
Andrea, tal vez con aciertos y desaciertos, vivió siempre con el afán de ayudar
a los demás. Aunque su bolsa estuviera vacía, su mano estaba siempre tendida y
en su boca nunca faltaba la sonrisa y la frase pícara. Así siempre conseguía
dar algo. ¿Acaso cabe mayor riqueza?
Pienso ahora
que he utilizado un par de veces o más la palabra “pobre”, intentando
transmitir una realidad de antaño a mis contemporáneos del siglo XXI, pero no
estoy segura de que esta palabra sea justa, más allá del concepto meramente
económico que manejamos en nuestra sociedad de hogaño y que entendemos siempre
en relación con la capacidad adquisitiva. Sin embargo, cuando me refiero a las
“damas” de Valdivielso, a mujeres como la tía Andrea y otras que no he
olvidado, creo que al llamarlas así estoy siendo muy precisa. No faltará quien
diga que no tenían nada que ver con aquellas otras damas de sombrilla y guantes
que tenían el cutis liso y sedoso, y las manos finas y cuidadas. Claro que no.
Las damas de las que yo hablo aquí trabajaban duro en el campo, en el lavadero,
en las cuadras y en las cocinas. A veces, los partos numerosos y los largos
amamantamientos, junto con una nutrición deficiente y falta de descanso,
agotaban el calcio de sus huesos y dentaduras, dejándolas algo enclenques y con
los labios hundidos. El sol y el aire frío, o el calor fuerte de la lumbre,
hacían que sus rostros se secaran y estuvieran surcados por pliegues profundos.
Sus manos eran nudosas, con las palmas llenas de callos y la piel enrojecida.
Dormían poco, trabajaban mucho y tenían muchas preocupaciones. Sin embargo,
cuando miramos las viejas fotos que nos recuerdan cómo eran estas damas
físicamente, y si somos capaces de dejar a un lado el ideal único de belleza
que nos quieren vender los medios, hemos de admitir que no hay rostros más
bellos en las galerías de retratos de la aristocracia, porque las damas del
cesto y la ligona, de la piedra de lavar y del caldero colgado al fuego, de la
siega y de la trilla, del horno de pan y del ordeño en el establo, del niño en
brazos y tres más tirando de la falda, tienen rostros llenos de luz, con una
fuerza expresiva que nos habla de lo sensibles, animosas y animadas que eran.
Dieron vida a los pueblos, amor y solidaridad a familiares y vecinos, alegría a
las fiestas, aunque también sabían verter unas pocas lágrimas, a veces, cuando
el corazón se les encogía de pena. Si antiguamente la nobleza se adquiría por
valentía, por afrontar adversidades y peligros con entereza y dignidad, las
damas de Valdivielso se ganaron a pulso su título. No las olvidemos, porque son
de una estirpe irrepetible y porque nos han dejado con sus historias una
herencia de nobleza y sabiduría que nos puede dar luz y fuerza en momentos
oscuros. Gracias, Andrea. Gracias a todas las damas de Valdivielso.
Mertxe García Garmilla
[1] Dice Juanra Seco: Mateo
Vallejo y Revuelta, nació en 1893 en Para de Espinosa (junto a Espinosa de los
Monteros, justo en el mismo pueblo que nació el padre de Gasparín y donde le
llevaba de vez en cuando pues aun tiene primos alli) y se casó con Andrea
Garmilla y Alonso (nacida el 9 de Noviembre de 1897 en Quecedo) el 4 de Febrero
de 1924 (esa tradición de casarse el día de San Blas, aunque había mucho cura camorro
y decía que ese día no casaba, por lo que lo hacìa el día antes o después).
Tengo poco más de Mateo Vallejo, sólo que era hijo de Manuel Vallejo y Martínez
y de Marcelina Revuelta y Porras, vecinos de Para de Espinosa. Según los
genealogistas, el apellido Vallejo parece que es originario y patrónimo de
Vallejo de Mena. Y eso vale para el insigne maestro cantero y arquitecto Juan
de Vallejo, famoso por ser el director facultativo de la ejecución el segundo
cimborrio de la catedral de Burgos, pero para nosotros más importante por el
proyecto y construccion de la capilla octogonal de los Bonifaz (y Alonso de
Huidobro) de la parroquial de Población.